Aunque los lobos
acechan
Quién
comprende por qué los aviones se estrellan contra los rascacielos
y sobre su
legado de escombros queda una densa cortina de desesperanza,
un germen
de palabras anegado por el humo;
por qué la
gente va al trabajo sin pedirle nada a Dios ni a las horas
y queda descoyuntada
en medio de una vía
trazando a
su pesar garabatos de metal y de odios.
Soy humano. Los lobos acechan, y me aterra:
no sé qué
hacer para secar el miedo que rezuman las horas.
Tal vez por eso me asombre tu
constancia.
Acabo comprendiendo
las torres de marfil
y me
entristece ver qué fácil es a veces apuntalar la mía, levantar murallas.
No soy
digno de nada.
No
comprendo por qué nos hacemos preguntas,
qué nos cuesta
vivir sin exigencias,
si
podríamos andar sin armadura ni pretextos
para
explicarle la existencia a las niñas.
Temo
mirarles a los ojos
y no saber
qué pensar de su sonrisa.
¿Cómo
elegir entre la felicidad o la verdad?
Podría convencerme de que mentir es la única salida,
como si la
vida nos fuera en ello.
O basta
con encender al unísono todos los cirios del planeta,
con la desinteresada
armonía que poseen los gestos vacuos?
Sabemos ahora
lo densa que es la noche
pero hay
que empeñarse en ver
aunque
todas esas llamas apenas consigan crear sombras.
Hoy la
palabra
es tan
necesaria como el aire
que
devoran los pulmones de los recién nacidos en la gran paradoja.
La estridencia de los campanarios y de los minaretes
nos
ensordece desde milenios pretendiéndose cántico.
La
angustia quiere ser consuelo
que
intenta expandirse a través
de una
angosta patraña.
Un
esqueleto irremisible nos dejan quienes se alzan destrozando miradas, piel, abrazos libres:
de vacío y
de ruido se nutren los que anhelan la nada.
No creo en
oraciones sino en tu constancia.
Explicarte
la vida no es tarea de hombres
y sin
embargo hablo porque hoy día callarse
es hacer
que los raíles sigan retorciéndose,
que la
metralla ahogue barrios enteros por siglos.
Los lobos acechan, siempre acechan, cada vez más acechan.
Por eso me asombra tu constancia.