Un resema es una crítica literaria que aspira a ser también poética. Tal vez esta vez no haya construido un verdadero poema. O tal vez sí. La lectura de este libro me ha conmovido, y no he querido modificar mis notas para transformarlas en una reseña tradicional. Por eso la incluyo en mis "resemas".
Mónica
Manrique de Lara, La
leña, Centro
editor, Colección
interlunio, Madrid 2022
Libro que brilla en cada página
porque va desde lo material hacia la sublimación,
a través de espejos y signos que quieren ser esperanza: en
mis brazos se gestan las alas /aunque la tierra las busque hacia
dentro.
Mónica
Manrique de Lara es poeta-demiurgo, transformadora de lodos
y de simas
que aspiran a hacerse comienzo contra el vacío
prometido.
Los
sentidos son filtros o tules
que desembocan en la palabra como meta irrefrenable (ciega
y sorda lo escribo)
pero atravesando el dolor de la ausencia y la sinrazón
de la soledad que vuelve absurda la existencia e impide la cabal
interpretación
del mundo.
La
luz es siempre guía
y la leña, materia viva y vital. Un combustible que alimenta el
ímpetu
de ser amando, pero con una fragilidad que subyace en cada poema.
Dialéctica, contrarios, poesía
que avanza y que duda en el camino por trazar.
La
leña es asimismo afán
por aunarse con el mundo, y en el posible arder hay una esperanza que
se opone a un miedo por decaer latente (Hay
un sendero contenido en la materia / que va abocado a los perfiles de
su sombra. (…) Lo que yo guardo es el barro.) pero
que se transforma cada vez en impulso a pesar de todo.
Leña
que puede simbolizar también un miedo al exceso de luz, un cansancio
que quiere ser aspiración
de una sombra que puede volverse refugio (¿Hay
en la tierra alguna luz / por la que caminar desnudo sin ser leña?).
Solo
ser, aunque el cielo parezca un
naufragio.
Luz
que se extingue, hombres que van haciendo
un techo al perfil de sus sombras,
aunque no hay protección
que valga ante la fuerza
de un alba.
Ante los gestos rotos y las dudas, la lluvia que quiere semillas para
una futura germinación,
y una necesidad -muy humana- de ser tierra, de no encontrarse cara a
cara con el vacío
que tiende a aspirarnos.
Precisamente,
polen y semillas son imágenes
para negar la inmovilidad y continuar viva, y que el entorno siga
vivo también. El mundo es un ente que no admite estar quieto, aunque
eso suponga un esfuerzo por comprenderlo (en
el camino se diluyen los espejos, / el sol muere en el agua que
traslada / los cristales de la huida). Y
es que me
hicieron suya los locos del barco varado sin puerto.
En
este mundo, marcar la importancia de los contornos, porque sin ellos
¿qué somos?: toda
esta niebla se parece a la distancia.
Fragilidad,
sí,
punto central del libro, que surge de los matices y las texturas
contrapuestas. Leitmotiv vital y literario, indecisión
que a pesar de todo intenta ir cada vez hacia lo luminoso y hacia un
orden añorado (mas de
la sima de azabache brota un árbol
/ como una mano que esconde una llave y alza la tierra).
Contrarios
que son lucha sutil: detener
el instante y
alumbrar el impulso,
piedra apagada que
parece una estrella,
(…) sed que se
convierte en el
río.
Agua que cae y
resucita en la caída.
(…) Gozo y sangre,
(…), cauce
de viento.
Hay
un gran dolor, pero como difuminado en un mundo poético de vaivenes
que parten de la observación
de la naturaleza que la autora hace personalísima,
porque se pulen los conceptos con suavidad, concediéndoles texturas
nuevas: hacha que corta un árbol
y desmorona tanto las ramas como el canto del ave y su aspiración
a elevarse. Tronco que va
creciendo en el fuego,
materia-péndulo al que el corazón
se aferra.
Y
es que apostar por la luz -razón
de ser, armazón
y ruta- es un riesgo
infinito en un
universo donde sombra y pesadumbre acechan.
Luz
que es origen, esencia sin la cual cavaríamos
el barro y de los pozos beberíamos
su plata, condenados a
ahondar en la maleabilidad de los elementos terrestres, en esa leña
que es punto de partida.
La
presencia frecuente de la figura del espejo juega con los conceptos
de realidad y ensoñación.
La escritura, de tinte marcadamente surrealista, intensifica la
dualidad -o la duda- entre lo visto y lo creado, actuando en general
como un prisma que ofrece momentos de intenso lirismo. Espejo que ha
de ser una garantía
de renovar el mundo y las relaciones con los otros (la
eternidad es partir en dos toda la sangre / haciendo amantes con
espejos en las manos).
Rechazo y adhesión
a un mundo que solo sirve si lo renovamos, en el que a pesar de todo
seguimos este cauce del
amor que es estuario.
El
ser amado también -sobre todo- ha de ser reconstruido. Colmo de
emoción
en este verso que dice tejo
tu imagen con hilo de luz y reposa mi sombra. Proyección
voluntaria de uno mismo pero con responsabilidad propia: forjar su
destino para no lamentarse: luego
da un salto el libre amor hacia lo oscuro. Voluntad
de ser, o más
bien de volver a ser desde el dolor hacia la luz: guardo
mañanas sin gestar en mi ladrido.
Acercarse
y alejarse a la nostalgia, luminosa
y arrecife
a la vez. Luchar a
veces contra la luz misma, en un clímax de desesperación
(¿Cuántas
estrellas ha de apagar un hombre / para dejar de ser cegado por el
sol?) tras el que
subyacen nubes de
cristal, que buscan
ser senda.
Construcción
anhelada de un camino
de flor siempre vivo a
través de los versos en los que se pide
ayuda a la gacela del olvido.
La
autora se presenta huyendo
del recuerdo para intentar liberar al mundo de sus imágenes.
Poeta exigente que
quiere un lenguaje nuevo para volver a nombrar las cosas y darle un
nuevo brillo a la existencia a través del lenguaje: palabras
para adquirir un sol de tiempo.
¿Cómo
puede ser de otra manera para una poeta?
Palabra
como luz y como leña, esencia y alimento. Y para responder a la
búsqueda
del sentido de Mónica
Manrique de Lara (busco
el espacio del mundo que queda / en los trozos perdidos),
le diré, agradecido, que su poemario es emoción
pura.