mardi 8 novembre 2022

RESEMAS #12 - MONICA MANRIQUE DE LARA - "La leña"

 Un resema es una crítica literaria que aspira a ser también poética. Tal vez esta vez no haya construido un verdadero poema. O tal vez sí. La lectura de este libro me ha conmovido, y no he querido modificar mis notas para transformarlas en una reseña tradicional. Por eso la incluyo en mis "resemas".

 

Mónica Manrique de Lara, La leña, Centro editor, Colección interlunio, Madrid 2022


Libro que brilla en cada página porque va desde lo material hacia la sublimación, a través de espejos y signos que quieren ser esperanza: en mis brazos se gestan las alas /aunque la tierra las busque hacia dentro.


Mónica Manrique de Lara es poeta-demiurgo, transformadora de lodos y de simas que aspiran a hacerse comienzo contra el vacío prometido.


Los sentidos son filtros o tules que desembocan en la palabra como meta irrefrenable (ciega y sorda lo escribo) pero atravesando el dolor de la ausencia y la sinrazón de la soledad que vuelve absurda la existencia e impide la cabal interpretación del mundo.


La luz es siempre guía y la leña, materia viva y vital. Un combustible que alimenta el ímpetu de ser amando, pero con una fragilidad que subyace en cada poema. Dialéctica, contrarios, poesía que avanza y que duda en el camino por trazar.


La leña es asimismo afán por aunarse con el mundo, y en el posible arder hay una esperanza que se opone a un miedo por decaer latente (Hay un sendero contenido en la materia / que va abocado a los perfiles de su sombra. (…) Lo que yo guardo es el barro.) pero que se transforma cada vez en impulso a pesar de todo.


Leña que puede simbolizar también un miedo al exceso de luz, un cansancio que quiere ser aspiración de una sombra que puede volverse refugio (¿Hay en la tierra alguna luz / por la que caminar desnudo sin ser leña?). Solo ser, aunque el cielo parezca un naufragio.


Luz que se extingue, hombres que van haciendo un techo al perfil de sus sombras, aunque no hay protección que valga ante la fuerza de un alba. Ante los gestos rotos y las dudas, la lluvia que quiere semillas para una futura germinación, y una necesidad -muy humana- de ser tierra, de no encontrarse cara a cara con el vacío que tiende a aspirarnos.


Precisamente, polen y semillas son imágenes para negar la inmovilidad y continuar viva, y que el entorno siga vivo también. El mundo es un ente que no admite estar quieto, aunque eso suponga un esfuerzo por comprenderlo (en el camino se diluyen los espejos, / el sol muere en el agua que traslada / los cristales de la huida). Y es que me hicieron suya los locos del barco varado sin puerto.


En este mundo, marcar la importancia de los contornos, porque sin ellos ¿qué somos?: toda esta niebla se parece a la distancia.


Fragilidad, sí, punto central del libro, que surge de los matices y las texturas contrapuestas. Leitmotiv vital y literario, indecisión que a pesar de todo intenta ir cada vez hacia lo luminoso y hacia un orden añorado (mas de la sima de azabache brota un árbol / como una mano que esconde una llave y alza la tierra).


Contrarios que son lucha sutil: detener el instante y alumbrar el impulso, piedra apagada que parece una estrella, (…) sed que se convierte en el río. Agua que cae y resucita en la caída. (…) Gozo y sangre, (…), cauce de viento.


Hay un gran dolor, pero como difuminado en un mundo poético de vaivenes que parten de la observación de la naturaleza que la autora hace personalísima, porque se pulen los conceptos con suavidad, concediéndoles texturas nuevas: hacha que corta un árbol y desmorona tanto las ramas como el canto del ave y su aspiración a elevarse. Tronco que va creciendo en el fuego, materia-péndulo al que el corazón se aferra.


Y es que apostar por la luz -razón de ser, armazón y ruta- es un riesgo infinito en un universo donde sombra y pesadumbre acechan.


Luz que es origen, esencia sin la cual cavaríamos el barro y de los pozos beberíamos su plata, condenados a ahondar en la maleabilidad de los elementos terrestres, en esa leña que es punto de partida.


La presencia frecuente de la figura del espejo juega con los conceptos de realidad y ensoñación. La escritura, de tinte marcadamente surrealista, intensifica la dualidad -o la duda- entre lo visto y lo creado, actuando en general como un prisma que ofrece momentos de intenso lirismo. Espejo que ha de ser una garantía de renovar el mundo y las relaciones con los otros (la eternidad es partir en dos toda la sangre / haciendo amantes con espejos en las manos). Rechazo y adhesión a un mundo que solo sirve si lo renovamos, en el que a pesar de todo seguimos este cauce del amor que es estuario.


El ser amado también -sobre todo- ha de ser reconstruido. Colmo de emoción en este verso que dice tejo tu imagen con hilo de luz y reposa mi sombra. Proyección voluntaria de uno mismo pero con responsabilidad propia: forjar su destino para no lamentarse: luego da un salto el libre amor hacia lo oscuro. Voluntad de ser, o más bien de volver a ser desde el dolor hacia la luz: guardo mañanas sin gestar en mi ladrido.


Acercarse y alejarse a la nostalgia, luminosa y arrecife a la vez. Luchar a veces contra la luz misma, en un clímax de desesperación (¿Cuántas estrellas ha de apagar un hombre / para dejar de ser cegado por el sol?) tras el que subyacen nubes de cristal, que buscan ser senda. Construcción anhelada de un camino de flor siempre vivo a través de los versos en los que se pide ayuda a la gacela del olvido.


La autora se presenta huyendo del recuerdo para intentar liberar al mundo de sus imágenes. Poeta exigente que quiere un lenguaje nuevo para volver a nombrar las cosas y darle un nuevo brillo a la existencia a través del lenguaje: palabras para adquirir un sol de tiempo. ¿Cómo puede ser de otra manera para una poeta?


Palabra como luz y como leña, esencia y alimento. Y para responder a la búsqueda del sentido de Mónica Manrique de Lara (busco el espacio del mundo que queda / en los trozos perdidos), le diré, agradecido, que su poemario es emoción pura.

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