La poesía es
irrepetible porque es la esencia del lenguaje. Los versos, cuando son
buenos, son entidades en sí mismos, y en ese sentido, como los seres
vivos, no pueden sino ser únicos. Ante el argumento de que la poesía
ya lo ha dicho todo, se puede contestar que cuando pensemos que el
lenguaje ya no da más de sí, estaremos condenados. Me refiero,
entre otras cosas, a que cuando somos dueños de las palabras, nos
protegemos contra las manipulaciones que en estos tiempos parecen
multiplicarse. Ser los guardianes del lenguaje es una misión que nos
responsabiliza y nos da cuerpo: escribir versos es, me parece,
cumplir con esa tarea de preservación y de enriquecimiento de lo que
nos identifica como personas: las palabras.
Por eso, precisamente, un buen poema ha de ser único. Un presupuesto que se puede aplicar sin duda a
cualquier obra de arte, de la que podemos medir la calidad aplicando
el baremo de la originalidad y de la osadía. Pero en lo que a mí
respecta, intento encumbrar la poesía porque es una manera de hacer
respirar a la lengua que utilizamos cotidianamente y a la que, en
muchas ocasiones, no sabemos respetar como se merece. Escribir versos
es respetar el lenguaje, explorarlo una y otra vez, jugar a
establecer un curioso equilibrio entre la evocación y la oscuridad.
Porque esos son los límites del arte poético.
Un poema es el
antónimo del lenguaje descriptivo. Me refiero a que si todo lo que
consigue un poeta es hacer la autopsia de la realidad para ofrecernos
de ella un informe aséptico, estamos muy lejos del objetivo de un
verso. Una simple descripción, por difícil que sea, no sirve de
nada –y sobre todo, nada tiene de poética- si no despierta en
nosotros el asombro. El lenguaje es una herramienta sutil, y no explorar sus posibilidades es un delito que conduce al
aburrimiento y que siempre termina empobreciéndonos. Un poema no
puede solamente describir, pues: debe impresionarnos, molestarnos,
hacer que indaguemos en nuestras convicciones y que nos preguntemos
hasta dónde puede llegar una palabra. Es en esa fascinación donde
reside la esencia del lenguaje poético.
Por otra parte, la
responsabilidad del poeta debe hacerle explorar una y otra vez los
límites de las connotaciones y las fronteras de las metáforas, para
no caer en un hermetismo que no puede ser nunca un fin en sí mismo.
A mí no me interesa comprenderlo todo en un poema, porque ni
siquiera sé lo que significa comprender la realidad. Lo que me
interesa –tanto en la poesía como en cualquier otro tipo de arte,
y por ende en la existencia- es la sorpresa perpetua, la creación en
cada palabra, puesto que ποίησις
significa “crear” y en ese sentido me parece que hacer versos es
precisamente el arte verbal más creativo que existe.
Si, como decía, el
verso es una entidad en sí misma, debemos también tener muy en
cuenta que pasar a la línea siguiente no es un capricho: el ritmo
que concedemos a un poema es un elemento fundamental que provoca la
tensión y la distensión de lo que uno cuenta. No hay nada peor que
tener la impresión de que el poeta hubiera podido decir lo mismo en
prosa. Por supuesto, la libertad de versificar es infinita, pero lo
que nos diferencia de los prosistas es que ese simple avanzar en la
página es prácticamente una justificación de nuestra vida:
hemos de ennoblecer cada verso, darle un significado lleno y provocar
en el lector una reflexión perpetua.
Así, dándole a
las palabras el valor que merecen, es como hacemos de la poesía una
experiencia irrepetible. En ese vértigo de los vocablos, de sus
combinaciones sonoras, semánticas, simbólicas, es donde reside el
privilegio y la responsabilidad de la creación. A mí, sea como sea,
escribir y leer poesía me hace -espero- mejor hombre, porque intento
santificar el lenguaje contra cualquier utilización manida o
capciosa que lo desvirtúe y lo debilite. Porque en cada estilo
poético, siempre y cuando obedezca a unas mínimas reglas de calidad
y de frescura, me siento más libre y más consciente de la fuerza de
las palabras, que debemos preservar como oro en paño
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