Pero hay una humanidad profunda en estos versos y a la vez un humanismo por recomponer, como lo muestra el vaivén al que nos vemos abocados con la ausencia de puntuación y con la descomposición de algunos versos: arritmia de fascinante lectura, que refleja la inquietud filosófica del poeta en su personal odisea.
O mejor dicho; más que un vaivén, es un desafío porque la realidad a la que podemos acceder es la de los reflejos, en una referencia al famoso mito platónico. Y por si fuera poco, son reflejos rotos que crean laberintos, recovecos de delta por los que navegar para, tal vez, encontrar un sentido al mundo.
En cualquier caso, sólo hay un viaje posible, del que no podemos huir. Pero siguiendo el postulado de Heráclito, es un viaje irrepetible. Entonces, ¿cómo hacer para entender su significado?
Diluvia diluvia hasta llegar al origen que ya estoy
aquí a cubierto descifrando
de dónde llegas de dónde vienes ser no nacido ima
ginando que dibujamos para
entender la tarea imposible de repetir tu nacimiento
Pero no hay desesperanza, sino un anhelo de sobrevivir al diluvio en el otro, de aunar esfuerzos para sobrevivir a la travesía
¡Cuántos soles ardiendo para
que fueses cuerpo
enterizo antes de disolverte!
Y sobre todo, hallar refugio en el lenguaje, único y frágil resguardo por encima de un tiempo que se desmenuza como una escultura de arena. Por eso, los poemas suelen abrirse en su conclusión, indicándonos algunas pautas que seguir: los signos («¿Signos?») y las palabras que se vuelven verdad para, a fin de cuentas, decirnos que la poesía es la única salvación posible. («Rosa liberada»).
Vamos así ahondando en la introspección filosófica del poemario: ¿son en realidad las palabras un instrumento creado por el hombre para acceder al sentido del mundo? ¿Es el lenguaje trascendente en sí mismo o un enigma más? ¿O un enlace con lo divino?
Escalpelo o tono de lo sacro
La palabra es también guardiana del sentido, su quintaesencia, el grano quemante de Octavio Paz, aunque subyace en ocasiones un sentimiento de absurdo y de impotencia al darnos cuenta de que, por intensos que sean los vocablos, siempre serán un medio limitado de aprehender el conocimiento, que de todos modos es «una herida sin respuesta».
¿Qué nos queda pues? ¿Atomizar el poema al extremo? (Ver la sección «Llueven átomos ardidos»). No. Volver siempre a esa disyuntiva y seguir nuestra personal odisea navegando entre «diluvio y verbo», entre destrucción y enunciación, entre los desastres, pero blandiendo eternamente las palabras.
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