Lauren Mendinueta, La vocación suspendida, (Ed. Difácil, 2022)
Si mirarse a una misma es conocer el mundo,
buscar barcos olvidados por la neblina
es la tarea a la que nos obliga la vida,
aleación de memoria, cobardía y algo de agua
que quiere llegar a piedra filosofal y dar sentido
sobre la página en blanco.
Y se aprende -tal vez- a no tener necesidad de poseer un hogar
como un botín de azares tras el que aspiramos en la tormenta:
bastan las horas que no se miden para sobrevivir por costumbre,
las dádivas del cielo en forma de árbol
para no tumbarme a llorar sobre la tierra desnuda.
¿Cómo vivir si los nombres van por el mundo
retratando la angustia de no ser lo que nombran?
Por hogares y espejos y almas evocadas
que a la nada se enfrentan, donde nada sabemos.
Por luces sobre muelles invisibles, por músicas
contempladas en páramos de silencio.
Por la conciencia de ti que se desencadena sin respuestas.
Destemer soledades, aspirar a la gracia que supone el olvido
y en un hoy sin contornos, sentirse libre en jaulas o torres de marfil,
en el engaño que supone todo misterio,
porque quebrar lugares es anhelar permanencia en la quimeras.
Porque la voz, como el recuerdo, no acaba de morir
y se agolpa en alforjas de tiempos que quieren decir algo,
en los pies que son puente en los sombríos caminos de la tierra,
aunque siempre el olvido es la vocación perfecta.
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