mercredi 11 avril 2018

INFANCIA EN MACONDO


Publicado en La Piraña - México






El futuro será corto
y no durará como quisiéramos que dure.
Ramiro Oviedo, Los poemas del coronel Aureliano Buendía





Algunos niños sueñan con que sus padres les lleven a conocer el hielo.
En su aparente inocencia no piensan en pelotones de fusilamiento.
Pero esperan año tras año a un incorrupto Melquíades
y se pasan las horas arrastrando lingotes de hierro por los parques
para atraer los juguetes de los vecinos y extirparles los sueños.
Otras veces utilizan lupas gigantescas
que utilizan de noche para quemar las arañas de sus pesadillas
y volver a creer por la mañana que la tierra es redonda como una naranja
a pesar de las noticias que llegan a casa con un tono de mordedura.
Llevan su laboratorio de alquimia a cuestas y quieren
construir piedras filosofales que lo transformen todo en trenzas.
Buscan el mar durante meses, encuentran oleajes en las mesetas
donde todos ven ocres y los árboles enseñan mal la paciencia
y ven tempestades que atraviesan las sierras sin dejar cicatrices.
Sin mapas, hallan galeones cubiertos de un musgo
que después cosechan para rellenar almohadas
que impidan conciliar el futuro de los que duermen.
El hielo es el diamante más grande del mundo
porque lo dicen sus padres y en su mundo no existen cuentos sino juramentos
y las palabras ajenas son siempre aguaceros de gotas huecas.
De algún modo saben beber en las miradas y son capaces
de fundar mil Macondos nuevos cada día,
de escapar de sus casas con un pañuelo rojo en la cabeza,
organizar una guerra que no comprenderemos
y volver siempre un minuto antes de que la cena esté servida.
Pueden refugiarse sin resquemores en la soledad de una fotografía
con cuyas sombras crean peces dorados, o se pasan las horas
moldeando notas que no son blancas ni negras ni tienen rabo de lagartija.
Bromean cuando dicen que comen tierra húmeda y le dan nombres nuevos
a un mundo en el que los daguerrotipos sobre la existencia de Dios les traen sin cuidado.
A veces se empeñan en querer dibujarte círculos de yodo en el pecho
para después tirotearte  con fusiles de madera,
o les gusta escuchar poemas porque no los comprenden;
con ellos reivindican danzas y combaten los diluvios
y los repiten, los aprenden y sonríen
cuando sus mayores les dicen, para explicárselos,
que en una vida feliz
no ha pasado, ni está pasando ni pasará nunca nada
y que hallar paraísos de soledad compartida es el objetivo.
Aprenden rápido a repasar los pergaminos y encuentran
hábilmente
el antídoto
contra las mordeduras de los cangrejos y las hormigas carniceras
y poco les importa que en derredor se construyan ciudades de espejismos.
Como está estipulado, serán estirpes condenadas
que ignoran a los coroneles o a los corregidores:
son libres para oler a muerte o pasear sacos llenos de huesos
porque todo es vano y utópico: algo muy lógico en la infancia.
Nosotros los miramos pasar sin darnos cuenta,
mostrándoles nuestros dientes y toda nuestra condescendencia de adultos
dándoles  a todos nombres que ignoramos pero que nos parecen dulces
o les ponemos esdrújulas a sus risas mientras pensamos
que la magia vale poco y que todas estas quimeras
esta utopía fundacional y caribeña
debería extinguirse como se merece.
Y poco a poco
olvidaremos una tras otra sus palabras
y así
la peste del insomnio
nos irá mordiendo las entrañas.

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