La literatura, la buena, tiene estas cosas. Y
es que hay textos que le devuelven a uno, desde sus primeras líneas, el gusto
de dejarse atrapar por los hallazgos y las sorpresas. Textos que me recuerdan
las palabras de mi profesor de literatura, mi venerado Pedro Ozalla, que nos
decía que había que leer con un lapicero en la mano para enriquecer las páginas
de los libros con nuestras notas, subrayando a placer las frases que a uno le
hubiera gustado concebir o que nunca hubiera imaginado posibles.
En el aprendizaje de la literatura hay siempre
hitos, referencias inolvidables a pesar de los años. Al leer “Madrid Düstópos”,
la última creación de Martín Parra, me han venido a la mente, como perfumes que
no han perdido su fuerza, algunas de las mejores páginas que he leído. Nos
describe el autor un Madrid barriobajero, pillo y underground, de bares,
traficantes y prostíbulos, donde la decadencia es la autenticidad.
No solo tiene la lengua de Martín Parra, ya lo
he dicho en otras reseñas, la fuerza imaginativa de Umbral, sino que en la
puesta en escena del Café Lacroix, a través de conversaciones sin
artificios y descripciones aceradas, hay mucho del café La Delicia de la doña
Rosa de La Colmena. O más bien, lo que le ocurre al escritor es que siempre
encuentra el ángulo nuevo para describir a los personajes con la precisión que
solo puede aportar la poesía, que ronda en el relato como un personaje esencial.
Me permito compartir algunos pasajes antológicos -subrayar y más subrayar- con
los que se puede admirar la fineza de observación y la pericia estilística del
libro, al que el asíndeton le concede un ritmo nervioso y lleno de una visión
certera de las cosas:
Corre
un largo soplo de aire frío por las calles secas, un frío de finales de
octubre, y la luz postiza se dispersa en los faroles, se disemina de farol en
farol en la Avenida de la Albufera.
O, como ejemplo de descripción:
Vicente
es breve, feo, ligero, sin demasiados ademanes; es un hombre cautivo de una
camisa hortera y estrecha, un busto con camisa, cuerpo prestado e ideas
obscenas.
Y como éste, otros muchos ejemplos que me
transportan al color y al lirismo originalísimo de Boris Vian, que me empapan
con la misma miseria que describió Martín Santos en Tiempo de Silencio, que me
arrastran hacia el esperpéntico valleinclanesco (con el personaje de la Dolores
“que se llama a sí misma Estrella”: ¿como Max?) Hay algo barojiano,
evidentemente, en la búsqueda caótica de los personajes, y una especie de nuevo
costumbrismo casi galdosiano, pero posmoderno y único.
El arte de Martín Parra se explica porque no es
alguien al que le guste escarbar la realidad y el idioma para hallarle un
sentido poético. No hurga en las heridas de la prosa banal y convenida -nunca-;
la herida la crea él mismo en una hemorragia como de flor nueva, y lo hace con
un escalpelo en forma de prisma, con cortes precisos, pespunteando después la
existencia para dejar un rastro de olores, sombras y destellos de una agudeza
psicológica notable, terriblemente clínica y lírica.
Ve entonces el lector muy claramente la entrada
doble y pisada del café, (que) permite el paso por una de sus puertas,
(y) está ciega del otro ojo, en un guiño holgazán que ofrece a los consumidores.
Como los personajes, subrayamos otras líneas en las que nos encontramos con
el ímpetu de los grandes alardes estilísticos, cuando se nos dice que la Luisa está
conociendo la melancolía en que se entra cuando una vida, un día, una noche,
son declarados desiertos. Y así.
Sin olvidar el humor, fino, amargo, terrible a
veces, o tan jubiloso cuando se describe el caminar del perro Odie: ¿Tanto
entusiasmo de patas podía generar avance tan estéril? Vuelvo entonces a
Cela, cuando en su Colmena describe al loro Rabelais diciendo que es un loro
de mucho cuidado, un loro procaz y sin principios, un loro descastado y del que
no hay quien haga carrera.
Hay hasta greguerías, como cuando el
amanecer extiende al mantel del día o cuando los personajes pasean por el
asfalto del arcén, que es la raya en que viene a morir el asfalto de la
carretera.
Que quede claro. Todas estas referencias hacen
de Madrid Düstópos una obra única, indispensable para seguir gozando del placer
que solo puede concedernos un escritor cuando sabe llevar al límite el poder de
las palabras, redescubriendo a los clásicos para seguir abriendo brecha. Al fin
y al cabo, tal vez sea éste el sentido del escribir.
Me permito terminar, para hablar del desarraigo
de los personajes del Madrid de Parra, con una cita de Tiempo de Silencio, que
dice:
De
este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad
y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre
encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser,
sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le
impiden llegar a ser.
En esta distopía lumpen, parafraseando la obra
de Bolaño, la frase final nos hace comprender, tal vez, que queda poca
esperanza en un mundo en el que todo queda por cambiar. Pues que los que pueden
cambien cualquier cosa. Excepto la prosa de Martín Parra.
Madrid Düstópos, de Martín Parra. Madera Berlin, 2019
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